La emboscada de monte

LA EMBOSCADA DE MONTE

Alrededor de 12 años después del incidente, durante la despedida de un amigo del colegio, el viejo combo de andanzas juveniles se reunió por fin, en contra de todo pronóstico, en un mismo lugar: la casa de Zapata. Terminaba el 2018 y habíamos hecho esfuerzos impensables por estar allí y valía la pena ya que posiblemente nunca lo haríamos de nuevo y sigo pensando que nunca lo volveremos a hacer. 

Pasada la tercera cerveza y luego de los chismes protocolarios sobre nuestros trabajos, estudios y relaciones fallidas, un malintencionado y ácido comentario explotó  sin preámbulo el tema que desde el 2006 ha sido recurrente en todos nuestros encuentros: “la emboscada de monte” como la llamaron burlones mis amigos. 

— Sólo falta que Juanes se ponga a jugar con los palos de los chorizos como en la finca de Crespo — dijo Diego con malicia. 

Éramos 7 sentados en la sala de Zapata, que se iba para Alemania, y pronto noté que era la última oportunidad para esclarecer de una vez por todas, sin intermediarios, qué fue lo que pasó ese día en que casi muero. La caja de Pandora había sido abierta.

En el 2006, en nuestro último año de colegio decidimos visitar durante semana Santa el pueblo de la familia de nuestro amigo Crespo, en Sopetrán, en donde tenían una pequeña cabaña. Íbamos como 8 y se convirtió en el paseo más importante y recordado de nuestra juventud. Uno de esos días, durante la calurosa tarde bajamos a la quebrada, a unos 15 minutos de la cabaña. Según Diego, yo iba punteando el grupo jugando con un palo como si fuera una espada e imaginando que era un elfo y que estaba en un combate del señor de los anillos — esto es parcialmente cierto — cuando Crespo, un corpulento amigo con ansias de destrucción, le tiró una piedra a unas ramas desencadenando así el desastre. Por otro lado, según Jorge, que iba adelante y que no se llevaba muy bien con Lizeth, fue ella quien tiró una rama hacia el vacío e inició el fatídico incidente, insistiendo también que él iba adelante y no yo. 

Lo que yo recuerdo es que iba buscando ramas y palos para hacer una carpa improvisada con plásticos para no tener que dormir con el resto del grupo en la casa ya que Lizeth, al igual que a Jorge, me caía bastante mal. Seleccionaba las mejores ramas y arrojaba lejos las que no me servían, a veces con maliciosa violencia para asustar a mis acompañantes.  Por eso, decidí no intervenir en la conversación.

Uno, dos, tres pinchazos consecutivos fue lo que yo sentí.

— ¡Jueputa, jueputa, avispas! — grité aterrado y comencé a correr contra la corriente de la quebrada.

Jorge agrega que me abrí paso empujándolos a todos desde el final del grupo manoteando y alejando a las avispas.  Diego protesta nuevamente diciendo que yo iba adelante recogiendo palos y fue por eso que las avispas me atacaron a mi primero. Él no es ni será muy fiable porque iba echándole los perros a Lizeth y Jorge se lo deja saber cada vez que pierde un argumento contra él o cuando un detalle de la historia no le conviene.

— Usted cállese que lo que usted estaba era viendole las tetas, que va  a saber donde estaba alguien ese día — asegura Jorge ofuscado.
— Pues por eso mismo Jorge, yo vi que ella no fue — responde Diego.

En la sala de la casa todos ríen viendo la pelea de Diego y Jorge o recordando detalles y agregando partes a la historia, yo me mantengo en silencio mientras me robo todos los chorizos que puedo, intentando alejar la culpa pero disfrutando el chistoso relato del incidente. 

Recuerdo otros 3 pinchazos y el zumbido cerca de mi cara. Le di un manotazo. 

— Según los testimonios de todos los 9 que íbamos — interviene Diego diplomáticamente — Juanes iba adelante “liderando el grupo jugando a Legolas como una güeva”. 
— ¿Cuál ome? Entonces si iba adelante como hizo pa’ empujarnos a todos corriendo a la casa — responde Jorge elevando las voz en tono de burla. 
— Además Sara fue la que pudo ver el panal y dijo que eran avispas y no abejas — corrige Diego.
— Pero si Sara ni estaba en la quebrada, ella estaba arriba con doña Ofelia haciendo el almuerzo — interrumpe Jorge poniéndose de pie — ella lo dijo por el tipo de picadura, ella ni estaba abajo güevón.

Uno de los problemas de la historia es que la hemos repetido tanto entre nosotros que hasta los que no estaban ese día en el lugar sino en la finca tienen y cuentan su propia versión basada en testimonios de los otros que han ido mutando y evolucionando a través de los años.  Al principio se suponía que yo estaba al final de la línea y por eso corrí hacia el grupo empujandolos a todos, pero se suponía también que yo iba adelante y eso no tuvo lógica hasta que Jorge recordó algo: yo corrí hacia un lado y luego me devolví hacia el agua y me tiré, tal vez por eso todos me vieron pasar al menos dos veces; algunos desde adelante y otros desde atrás. Bueno, eso y porque cuando me quedé sin aire me acordé que era una mala idea estar en el agua y salí como resorte para correr hacia la cabaña, todavía con el palo en la mano. Básicamente corrí de un lado a otro cuál personaje de caricatura en llamas. 

¡Dos chuzones más!

Un rato después Diego hace un análisis “geolocativo”, como él lo llama, sobre quienes recibieron picaduras y quienes no, para saber quienes estaban más cerca del panal con la intención de refutar a Jorge. En mi mente me imaginaba a mi mismo todo hinchado y convulsionando en el piso como la víctima de un capítulo de CSI mientras los investigadores recrean en sofisticados aparatos 3D las trayectorias de las avispas utilizando láseres, cálculos científicos y todo tiempo de disciplinas criminalísticas. En orden yo tuve 8 picaduras, Daniel 3, Jorge 2, Diego 1, Zapata 1, Lucho 1 y Lizeth, la última del grupo, sospechosamente, no tuvo ninguna. Al revelar esta información Jorge, 12 años después, va armando su caso en contra de Lizeth, que no está presente en el reencuentro.

— ¿Si ve? Esa vieja era una punkera loca y cuando vio el panal se paró en la piedra grande y lo tumbó cuando Juanes y yo íbamos pasando — confronta Jorge a Diego — mucha hijueputa esa novia suya.
— Ella no era mi novia, Jorge, deje la agresividad que le va a dar un infarto — dice Diego entre risas — ella estaba al lado mío cuando Juanes gritó.

Habían pasado ya unos 40 minutos y la discusión seguía. Hablamos de la fiebre que tuve por las picaduras, de los planes para llevarme al pueblo en caballo si me ponía peor porque no había vehículo y hasta ese lugar alejado sólo podían llegar los jeeps tradicionales. Curiosamente en mi encuentro cercano con la muerte — bueno, tal vez exagero un poco — la encargada de cuidar mis dolores fue Lizeth que era la mayor de todos ya que recordando bien, nosotros estábamos en noveno y ella en once por lo cual se sentía responsable. Este elemento no pasa desapercibido para Jorge quien arremete contra Diego nuevamente argumentando que era evidente que ella se había arrepentido de haber cometido tal fechoría, se sintió culpable y esa culpa la obligó a cuidarme para no cargar con mi muerte.

Mientras ellos discutían yo seguía adueñandome en silencio de de las mejores piezas de la picada y de las cervezas más frías de la nevera. En mis meditaciones trato de escucharlos, tomar lo que recuerdo como cierto y reconstruir la historia que yo mismo he olvidado un poco pero teniendo certezas sobre lo que debe ir en los vacíos que Diego y Jorge rellenaron a su conveniencia. Tal vez por vergüenza o por malicia nunca van a aceptar la verdad de lo que sucedió aquel día en esa quebrada, tal vez porque en la exagerada y extrema presunción de inocencia y empatía con la pobre víctima es que yace el placer de recordar y no realmente en la lógica, las evidencias y las confesiones de la misma verdad que tantas veces ha sido contada.


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