Tabaco y néctar
El crujir de las ramas de los árboles a merced del viento del atardecer es perfecto para cubrir el sonido de pequeños pasos que recorren maliciosos el lindero del bosque. Ojos agudos capaces de penetrar la oscuridad se alternan en la cacería con oídos voraces que indagan al viento en busca de cualquier incauto susurro. Suelen recorrer los alrededores utilizando las últimas luces como excusa para acercarse a desprevenidos forasteros que cansados buscan donde apoyar su cabeza y que usualmente desconocen las leyendas locales, temidas desde hace siglos por los lugareños.
Una niña rubia, fatigada y sucia, camina acelerada buscando a su pequeña hermana que tiene la costumbre de salir al atardecer a pesar de lo que dicen los rumores de la gente del pueblo. Cuenta la leyenda que Virzana, una curandera que estuvo presente cuando el pueblo se fundó, fue violada durante días por granjeros borrachos. Días después, desaparecieron en el bosque y nunca más se supo de ellos. La pobre mujer fue juzgada y condenada por ejercer la brujería y, según dicen, lleva cientos de años cautiva en el bosque donde murió, atormentando a los habitantes del pueblo y a cualquiera que se atreva a invadir su territorio.
Para calmar su furia los pueblerinos le ofrecían bebés no deseados, nacidos fuera del hogar, que abandonaban en los troncos caídos que miraban a la luna llena. Ella los cuidaba, los criaba y poseía sus cuerpos para recorrer a pie las tierras que separan al bosque del pueblo ya que ella, debido a la maldición, está confinada eternamente.
— ¡Diana! Maldita sea… ¡Diana! — grita la niña furiosa.
— ¡Aquí Paula! Aquí... — se ríe Diana y saluda a su hermana mayor a lo lejos.
— ¿Qué te pasa? Otra vez caminando sola en la maldita noche — grita Paula estrujandola de un brazo — sabes lo que dicen de los niños que se pierden en el bosque, se los lleva la bruja.
— No pasa nada, no estoy sola, encontré un amigo y no le teme a los cuentos de viejas chismosas del pueblo — responde Diana retadora.
— Sí, jovencita, tu pequeña hermana está bien protegida — dice un hombre sentado sobre un árbol caído.
— ¿Y este quien es? — pregunta Paula desconfiada halando a su hermanita hacia atrás.
El hombre se adelanta y enciende una lámpara de aceite. Se quita tranquilamente el sombrero y lo pone sobre la silla de su caballo amarrado de un tronco bajo.
— No importa quien soy, lo que importa es dónde están sus padres — dice el hombre poniéndose cómodo.
— Están muertos — dice Diana
— Vienen hacia acá — dice Paula mirando enojada a su hermanita.
— No es cierto Paula, podemos confiar en él — dice Diana — parece buena persona. Somos huérfanas...
— Claro que no, tal vez nos viole y nos mate como a la bruja — interrumpe Paula.
— Te pareces mucho a mamá — se queja Diana.
El hombre mira a las dos niñas, rubias, delgadas y de ojos azules y no puede evitar pensar que de donde ellas salieron hay una hermosa mujer casi igual a ellas, tal vez un poco desgastada y golpeada por la soledad que no dudará un segundo en brindar un poco de hospitalidad a un viajero. Si no tiene esposo, podría querer uno.
— Tu caballo no está — dice Diana mirando la oscuridad — se fue hacia el bosque….
Caminan unos minutos tomados de las manos y encuentran una cabaña vieja apenas iluminada por lo que parecen ser velas adentro.
— ¿Esa es la cabaña donde ustedes viven? — pregunta él.
— ¿Ves una cabaña? ¿Estás seguro? — pregunta Diana
— Está bien, entremos, ahí es donde vivimos — Agrega Paula
— Creí que vivían fuera del bosque — pregunta asombrado el hombre.
— ¡Mentimos! — responden al unísono las niñas.
— No queremos la gente vea donde vivimos — agrega Paula — especialmente la gente del pueblo.
El empático hombre entiende de inmediato que se avergüenzan de su pobreza y evitan mostrarla.
Tocan la puerta de la cabaña y una mujer de pelo negro, piel blanca y ojos brillantes sale al portón, al ver a las niñas las abraza y llora. Ellas la miran incómodas pero satisfechas. El hombre sonríe complacido. La mujer lo abraza y llora un momento colgada de su cuello. Lás lágrimas caen sobre sus mejillas, bajando luego por su cuello y pecho. Lo hacen sentir que conoce a esta mujer de toda la vida, se siente cálido, no siente deseo de simplemente follar a esa amable mujer; no obstante, siente que la ama y la desea. Desea verla sonreír, desea verla extasiada en sus brazos pero no como a cualquiera. Su abuela hace años le dijo que algún día sentiría eso y sabría que ese sería el momento de arriesgarlo todo por alguien. Por alguna razón entiende a esta mujer, madre soltera de dos traviesas niñas viviendo cerca de un pueblo conservador que la juzga, siglos después, como juzgó a esa mujer de la leyenda que le contaron hace años ya. Ella no es culpable de vivir el momento y disfrutar el presente. Él tampoco lo es. La madre acuesta a sus niñas a dormir en un pequeño granero y se queda con él hasta tarde, hablan y beben de la única botella de licor que el viajero tiene. Dando bastantes vueltas al asunto él finge interés en los cuentos que la mujer tiene sobre las brujas y las leyendas del bosque. Para él cada palabra es una estupidez inventada por pueblerinos paranoicos, pero viniendo de ella parecen poemas silvanos cantados por elfos en el mismísimo viento.
Es casi medianoche y el pobre, sin más trucos para seducir, se dispone a ir a dormir cargando con la frustración. La mujer lo abraza para agradecerle una vez más pero no se sueltan, pasan unos instantes y la respiración de ambos se acelera, ninguno está seguro de lo que debería hacer. Ambos quieren pero ella sería una cualquiera si cede tan fácil y él un atrevido si lo intenta sin dudarlo. Ella contiene las ganas, recordando sus principios, le respira fuerte cerca al oído y aprieta su pecho con las uñas, temerosa. Él, ojos cerrados, busca a tientas con la boca un pedazo de piel donde comenzar a besar o morder, lo que pase primero. Está tenso como un hombre a punto de convertirse en lobo. Se besan con la violencia de un fruto cayendo de lo más alto de un árbol al encontrarse con el piso, explotando en colores húmedos de dulce néctar.
Él abre los ojos y nota que ella está casi desnuda, como si en su silencio hubiera estado quitándose la ropa lentamente. Se apresuran los dos a desnudarse y no alcanza el tiempo para llegar al lecho. Allí contra la única mesa que tiene la humilde cabaña él toma la iniciativa y embiste contra ella, al principio suave, como tanteando, luego salvaje hasta que encuentra un ritmo que ella sigue con las caderas tratando pobremente de ahogar sus gemidos. Ella se gira poniendo los pies en el piso y agarra con fuerza el mantel mientras él aprieta con fuerza su cintura contra cada golpe de su abdomen.
La tallan los golpes de sus piernas contra la madera así que decide tomarlo y tirarlo contra el sillón donde estaban antes, se sienta sobre él y ahora ella controla con lujuria al fascinado y ahora sumiso acompañante.
— Te estuve esperando — le dice ella con malicia.
— No me dijiste tu nombre... — se apresura él, entre jadeos, aguantando el clímax.
— Me llamo Virzana — responde la mujer jadeante arremetiendo sus caderas contra el extasiado viajero.
Afuera las pequeñas sombras cazadoras se ven atraídas por los gemidos y el golpeteo de las carnes contra los muebles. Se apresuran a rodear el lugar incluyendo el granero donde duermen las niñas y que ahora está vacío. Con sus ojos rojos miran curiosos por la ventana mientras se les humedece la boca y sonríen como si anticiparan el sabor de la carne y el gusto de a sangre que llegará pronto.
— Ha sido el mejor de mi vida… — dice el hombre recuperando el aliento.
Esa pequeña vergüenza de su confesión lo fuerza a apartar la mirada de la sudorosa y sonriente mujer, mira por la ventana hacia la oscuridad mientras ella le termina de contar, entre caricias, la historia de antes.
— A veces, dice la gente, cuando la bruja se cansa y su poder mengua, en los ojos de los niños se lee la fatiga del cautiverio, como si gritaran con sus miradas en busca de ayuda — dice la bruja mientras le corta el cuello delicadamente con la uña.
Afuera, Paula lo mira mientras saca de su bolsillo una suerte de tabaco envuelto en papel. Los ha estado mirando desde el principio, ahí comiéndose vivos en medio de la nada, a campo abierto. Su hermanita Diana olfatea hacia la oscuridad en busca de otro incauto viajero.
0 comments:
Post a Comment